Había nacido con la marca de la luna roja. Un círculo perfectamente redondo y café enclavado justo a la mitad de su pantorrilla derecha. Superpuesta en su piel tan blanca, la mancha formaba un diminuto contraste, como si se tratara de una réplica de la bandera de Japón. Toda una nación habitando en la parte baja de su pierna.
A Rafael le gustaba pasar horas enteras repasando una y otra vez aquella geometría perfecta. Usaba su índice para frotar en círculos el lunar de Sara como si, de tanta insistencia, conseguía que se pegara a él para llevarlo consigo siempre. Lo imaginaba pegado al dedo, igual que como se pegan las pestañas antes de pedir un deseo. Lo soñaba delgado como una oblea, pero suficientemente pegajosa como para colocárselo en el pecho para guardarlo sin que nadie lo viera o para ponérselo en la frente y jugar a que tenía un tercer ojo. No le bastaban los dos que tenía de nacimiento para ver a Sara y su mancha en forma de luna roja.
Sara no comprendía su fascinación. Ella, que lo había cargado siempre, lo dejaba ver ocasionalmente cuando la falda era corta, en esos tiempos en que el calor del verano parece querer tragarse a todos por su garganta de fuego. No lo entendía, pero lo dejaba hacerlo, aunque a veces había tenido que pedirle que se detuviera porque ya había formado un halo rosa alrededor de la mancha, igual que el que bordeaba la luna cuando hacía mucho frío.
Un día en enero, acostados en la cama que Rafael había acomodado bajo la ventana para que Sara pudiera dormirse viendo las estrellas, los sorprendió un eclipse. Uno de esos fenómenos astronómicos que ocurren cada tanto y que ninguno de los dos había mirado nunca. O sí, pero eran muy chicos y ya no lo recordaban. La luna empezó a cubrirse por una sombra negra; ambos se mantenían en silencio.
Cuando la luna empezó a entintarse de otro tono, Rafael suspiró profundamente, como entre desesperado y extasiado. Sara, sin dejar de ver por la ventana, esbozó una ligera sonrisa, imperceptible para Rafael que no despegaba los ojos de aquel fenómeno: ¿Qué ocurre?, le preguntó ella. Tu pierna, dijo, el cielo va convirtiéndose en tu pierna.
Y levantó el dedo índice; lo puso a la altura de la luna enrojecida hasta cubrirla por completo y empezó a moverlo en círculos, a la velocidad y el ritmo que tantas veces ha repetido.
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